Bienaventurados los que esperan a
que pase su tren, sentados en un banco contando las baldosas del andén, en la
estación equivocada.
Bienaventurados los que esperan
que ella vuelva, pese a todo. Los que esperan que suene el teléfono, a que se
abra la puerta, a que llegue la ansiada carta.
También los que cuentan los días,
las horas, los minutos, los que esperan que todo acabe, o que todo empiece. Aguardan su turno, el momento que
les pertenece. Aguardan la guinda, el gol de la prórroga, el cromo que completa
el álbum. Y la caricia que les fue negada. Aguardan el final del cuento, lo que
les deben, lo que se merecen: la parte mejor de la mejor parte.
Bienaventurados también los que
nada esperan ya. Malgastaron sus ilusiones en la penumbra de la sala de espera
de su juventud, planeando con detalle hermosos viajes que jamás emprendieron.
Desde entonces habitan en los mapas, los proyectos y en los sueños. Siempre alerta para
saltar la valla cuando sea necesario. Decididos a averiguar, de una vez por
todas, a que deben de saber las perdices.
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