Luz y oscuridad. Velocidad y
asfalto. La poca luz de los faros iluminaba la estrecha carretera. ¿Dónde acababa
aquella sinuosa carretera? No le importaba.
Disminuyó la velocidad. ¿La noche
le jugaba malas pasadas? ¿O había rebasado una pequeña silueta? ¡Maldición! ¡Niños! ¡Son niños! ¿Qué demonios
hacen unos críos en plena noche cruzando aquella carretera? Y encima se reían,
cruzan el camino a la carrera entre risitas. Detuvo el coche y bajó. Ya no oída ninguna risa, no escuchaba pasos. Afinó
el oído y lo siguiente que oyó sembró en el una parálisis de puro terror. No movió
la cabeza, no podía, pero sabía que allí estaba, en la oscuridad. En cualquier
momento la bestia que había proferido aquel terrible rugido emergería a por él.
Subió al coche, metió primera y pegó un
acelerón, metió segunda y sin darse cuenta ya iba a cien kilómetros hora y sin
meter siquiera quinta. La sentía detrás, le perseguía. Otro terrorífico rugido
se lo confirmó. Y de nuevo volvieron los niños. Se cruzaban, se reían y le
miraban con caras de diversión. ¿De qué se carcajeaban? ¿De él?
El miedo le impedía parar, le impedía
incluso frenar. Pisaba cada vez más el acelerador y cada vez veía sus pequeños
cuerpos más cerca de toparse con el coche. Miró por el retrovisor; un vuelco en
su corazón.
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