Al igual que tantas características
de nosotros mismos pueden adquirir ciertos matices diferentes, también pasa con
otras cosas ajenas a nosotros mismos.
El silencio por ejemplo.
No es lo mismo el silencio de los
enamorados, que se expresa a través de las manos y de caricias, que el silencio
de la rutina en el matrimonio que ya se descompuso, aunque lo ignora, y todavía
camina. El primero calla palabras de amor, mientras que el segundo esconde
amenazas e insultos.
El silencio del hablador vale el
doble, por ejemplo. El silencio de los mudos es muy distinto al
silencio de los tímidos: el primero es un silencio impuesto, pero en el segundo
hay una flor a punto de brotar.
Se puede callar porque se
desconoce la respuesta o porque se conoce muy bien. El primero de esos dos
silencios de puede llenar fácilmente de palabras, el segundo lo guarda la
prudencia.
Aunque distintos, comparten
cierto aroma de presagio el silencio en los hospitales, que es a menudo triste, y el
silencio en las fábricas, que profetizan dolor y dificultad.
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